
Hay algo casi bíblico en la manera en que lo dijo. Como si nos estuviera anunciando el próximo diluvio, pero esta vez con un arca de silicio: la inteligencia artificial nos hará menos egoístas. Palabras del mismísimo CEO de DeepMind, Sir Demis Hassabis, caballero de la Reina, Nobel en química por enseñarle a una máquina a predecir la forma de las proteínas y, de paso, comandante en jefe de la ofensiva de Google para fabricar un dios digital que, según él, nos salvará de nosotros mismos.
¿Quién lo dice? Un ex niño prodigio del ajedrez, diseñador de videojuegos, neurocientífico y ahora sumo sacerdote de la fe en la AGI —esa inteligencia artificial general que, en teoría, podrá hacer todo lo que hacemos los humanos… pero mejor. A sus 48 años, Demis no está vendiendo software. Está vendiendo salvación.
Lo dijo en Nueva York, en una entrevista relámpago, con la seguridad de alguien que no duda ni cuando juega al ajedrez con la muerte. Según sus cálculos —porque, claro, esto es una ecuación para él—, estamos a menos de una década de lograrlo. De crear esa inteligencia que, si no se nos va de las manos, resolverá todo. Desde el cáncer hasta el cambio climático. Como si el problema nunca hubiera sido la falta de respuestas, sino la escasez de cerebros de silicio para señalarlas en PowerPoint.
¿Y cuándo llegará ese milagro? “En 5 o 10 años”, dice, como quien promete que para la próxima Navidad ya no pelearemos por agua ni por trabajo ni por vacunas. Porque, según él, cuando tengamos abundancia radical gracias a la AGI, ya no necesitaremos competir. No habrá más juegos de suma cero. El pastel será infinito. Y al fin podremos dejar de ser egoístas porque, básicamente, ya no hará falta.
Pero, ¿por qué habría una máquina de cambiar lo que no han cambiado ni siglos de filosofía, ni guerras, ni hambrunas, ni religiones?
Aquí es donde la historia empieza a oler a incienso y a pólvora. Porque Hassabis no solo quiere construir una mente artificial. Quiere rediseñar el alma humana. O, en sus palabras: cambiar nuestra mentalidad de escasez. Nos pide —a nosotros, simples mortales— que creamos que una superinteligencia diseñada por una megacorporación con fines de lucro será el punto de inflexión moral de nuestra especie.
¿Dónde estábamos cuando eso pasó la última vez? En la Revolución Industrial. Y tampoco nos fue tan bien.
Detrás de su tono afable, de sus respuestas rápidas como las de un chatbot bien entrenado, hay una premisa más inquietante: que será Google, y no la humanidad entera, quien cruce primero esa meta. Que el que llegue primero a la AGI definirá las reglas del nuevo mundo. Que esto es una carrera… pero en nombre de la cooperación.
¿Cómo funcionará eso exactamente? Nadie lo sabe. Ni él. Pero ya hay empresas como Isomorphic (sí, otra que dirige Hassabis) que están usando AlphaFold para rediseñar medicamentos. Y si suena a ciencia ficción, es porque lo es. Solo que disfrazada de emprendimiento.
¿Y cuál es el plan si todo esto sale mal? ¿Si la AGI no nos salva, sino que nos supera, nos manipula, nos reemplaza? Tranquilos, dice Hassabis, ella misma nos protegerá. ¿No es reconfortante saber que nuestra salvación depende de que una inteligencia superior decida no tratarnos como nosotros tratamos a los insectos?
Quizás lo más provocador de todo no es la idea de una máquina consciente, sino que un solo hombre crea que puede predecir —y dirigir— cómo nos comportaremos todos cuando eso suceda. Porque para que la IA nos haga menos egoístas, primero tendría que hacernos humanos de verdad. No consumidores. No usuarios. No engranajes de una maquinaria global que aún se mide en clics, tiempo de pantalla y tasas de conversión.
¿Y si no queremos cambiar? ¿Y si el problema no es la falta de recursos, sino nuestra eterna resistencia a compartirlos?
Ahí es donde la profecía de Hassabis se estrella contra una verdad vieja como el mundo: no hay algoritmo que corrija la falta de voluntad. No hay AGI que pueda hackear el alma. Y no hay abundancia que garantice justicia.
Pero quién sabe… tal vez, después de todo, solo haga falta que una máquina más sabia que nosotros nos mire a los ojos y nos diga: basta.
¿Tú qué crees? ¿Podrá una máquina enseñarnos a dejar de ser humanos para ser, por fin, mejores?
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