El final feliz de Taylor Swift costó 360 millones de dólares. ¿Y a esto le llamamos justicia?


¿Justicia artística o una transacción millonaria? La victoria de Taylor Swift es más compleja de lo que crees.
10 de junio de 2025
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Por: X Mae

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El viernes pasado, el universo pop exhaló un suspiro colectivo. En una publicación cuidadosamente orquestada, Taylor Swift anunció que el ciclo se había cerrado: finalmente es dueña de toda la música que ha creado. La princesa, después de una larga y pública batalla, había recuperado las joyas de la corona. Sus fans lo celebraron como una victoria personal, un triunfo del arte sobre el capital. Y en cierto modo, lo es.

Pero rasquemos un poco la superficie de este final de cuento de hadas. ¿Es esta la historia de David contra Goliat que nos han contado? ¿O es la historia de cómo un Goliat venció a otro Goliat con un cheque más grande?

La narrativa es seductora, casi cinematográfica. Una quinceañera prodigio firma un contrato discográfico con Big Machine, una disquera que, a cambio de su apoyo financiero y logístico, se queda con la propiedad de sus grabaciones maestras, los famosos «masters». Un trato estándar en una industria que históricamente ha visto a los artistas más como productos que como socios. Durante trece años, ella construye un imperio sobre esas canciones, letras que son el diario íntimo de una generación. Ella es la compositora, sí, y posee los derechos de publicación —la música y la letra—, pero no es dueña de su propia voz grabada.

El drama explota en 2019. El catálogo de Big Machine, incluyendo esas seis primeras joyas de la corona Swift, se vende por 330 millones de dólares a Ithaca Holdings, una empresa propiedad de Scooter Braun. Para Swift, este no es un simple negocio; es su «peor escenario». Acusa a Braun de años de acoso y manipulación, y afirma que se enteró de la venta al mismo tiempo que el resto del mundo. De repente, su legado artístico estaba en manos de alguien a quien consideraba su enemigo.

Aquí la historia da un giro. Tras intentos fallidos de negociación y una posterior reventa del catálogo a la firma de capital privado Shamrock Capital por más de 300 millones de dólares, Swift desata su arma secreta. Un movimiento tan brillante como audaz: si no podía comprar su pasado, lo volvería a crear.

Así nacen las «Taylor’s Version», regrabaciones meticulosas de sus álbumes perdidos. Gracias a que poseía los derechos de composición, era legalmente capaz de hacerlo. Movilizó a su legión de seguidores con una petición simple: escuchen y compren esta versión, no la otra. Devalúen el activo por el que pelean los hombres de negocios en sus salas de juntas. Fue un jaque mate cultural y económico. El éxito rotundo de estas nuevas grabaciones y los ingresos estratosféricos de su Eras Tour le dieron el poder financiero no solo para devaluar los masters originales, sino, finalmente, para comprarlos.

Y así llegamos al viernes pasado. Un cheque estimado en 360 millones de dólares sella la transacción con Shamrock Capital. Taylor Swift ahora es dueña de todo: masters, videos, fotos, material inédito. Es una victoria, sin duda. Pero es una victoria que lleva una etiqueta de precio de nueve cifras.

Swift no rompió el sistema; lo dominó jugando su mismo juego. Ganó no cambiando las reglas, sino acumulando el capital suficiente para comprar la mesa de póker entera. Agradeció a sus fans, porque fueron sus compras y su lealtad las que financiaron esta adquisición. En un giro irónico, el amor por el arte se convirtió en la munición para una transacción puramente capitalista.

Su caso ha encendido una conversación necesaria y ha servido de advertencia para artistas emergentes como Olivia Rodrigo, quienes ahora negocian contratos con una cautela que antes era impensable. Pero no nos engañemos. La «solución Swift» no es un modelo replicable para el 99.9% de los artistas que nunca alcanzarán ese nivel de poder económico. Es una anomalía, un final feliz reservado para la realeza del pop.

La justicia, al parecer, no es ciega, sino que tiene un precio de mercado. Swift tuvo que convertirse en una potencia económica para reclamar lo que artísticamente siempre fue suyo. Es un final feliz, sí, pero uno que nos obliga a preguntarnos por todos los demás artistas que no pueden permitirse comprar su propia voz.

Ahora que el dragón ha sido comprado en lugar de asesinado, ¿qué clase de cuento de hadas estamos contando realmente?


Fuentes para que no te quedes con el titular:

No es chisme, es negocio. Y los negocios se basan en hechos. La información que sustenta este análisis proviene de expertos en derecho de autor y periodismo de investigación. Puedes profundizar en los detalles técnicos y la cronología de los eventos en el siguiente artículo: