
En Cuba no se fue la luz. Se fue el pudor.
Porque cuando un funcionario de la Unión Eléctrica se sienta en la televisión estatal —esa vitrina maquillada del poder— y reconoce que “hemos dado muy poco mantenimiento desde 2017”, no está hablando solo de transformadores quemados o generadores obsoletos. Está confesando, sin querer, algo mucho más profundo: que el abandono no es técnico, sino estructural. Y voluntario.
¿Quién necesita un saboteador externo cuando tienes décadas de desidia como política de Estado?
Alfredo López, director de la UNE, no lo dijo con esas palabras, claro. Pero bastó con que admitiera que apenas pueden generar 45 de los 63 gigawatts que se requieren al día, para que el resto del relato se escribiera solo. O mejor dicho, se apagara.
Hay provincias donde el apagón dura 21 horas al día. La cifra suena distópica, pero es parte de la rutina. Gente que duerme en portales, hospitales que operan con linternas, niños que hacen la tarea por turnos de sol, y abuelas que vigilan el refrigerador como si fuera una caja fuerte emocional.
¿Dónde ocurre esto? En una isla que durante décadas se vendió como faro energético del Caribe, exportando médicos, ideología y soberbia, pero importando generadores turcos y diésel prestado. Una isla donde las temperaturas han roto récords —38 grados en La Habana este mayo— y el calor se mezcla con el hastío, el sudor con el fastidio, y la oscuridad con un presentimiento: esto no tiene arreglo pronto.
Argelio Jesús Abad, viceministro primero de Energía y Minas, lo dijo sin temblar: la situación es “extrema”. El dinero no alcanza. Las sanciones pesan. No hay acceso a financiamiento. Y sin combustible, la energía es una promesa rota.
Claro, culpar al embargo es tan predecible como inútil. El deterioro de las ocho termoeléctricas no comenzó con Biden ni con Trump. Se incubó mucho antes, cuando el mantenimiento dejó de ser prioridad y se convirtió en otro eslogan sin recursos.
¿Y ahora qué?
Una promesa luminosa: 51 parques solares con tecnología china para 2026. Un proyecto que, según el régimen, aportará 1.115 megavatios. Pero ni una palabra sobre cómo se instalarán, cómo se mantendrán, ni quién velará por su operatividad en medio de la escasez de repuestos y una red de transmisión que, como el país, está llena de parches y esperanzas oxidadas.
La meta a largo plazo es alcanzar 2.000 megavatios solares en 2030. Es curioso: un país donde lo inmediato arde y se descompone, haciendo promesas a cinco años. Como si la paciencia popular fuera un recurso infinito, como si la oscuridad fuera solo un problema eléctrico.
Porque aquí lo que colapsó no fue una turbina. Fue un modelo. Un sistema que hace décadas se quedó sin combustible moral, sin energía cívica, sin potencia ciudadana.
Mientras tanto, la gente sigue viviendo como si lo anormal fuera normal. Lo que no prende no es la luz: es la alarma colectiva. ¿Cómo se sobrevive a la rutina del apagón sin preguntarse qué más está a oscuras?
Y tú, que has llegado hasta aquí, ¿cuánto tiempo puedes vivir sin luz antes de empezar a ver con claridad?
Fuentes confiables (por si aún dudas que esto pasó):
Infobae, 22 de mayo de 2025 – La dictadura de Cuba reconoció el colapso del sistema eléctrico de la isla
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