
Primero fue el acero. Luego los autos. Más tarde, los microchips. Ahora, Donald Trump va tras… las películas. Sí, leíste bien. Películas. Cine. Arte. Sueños. Ficción. El exmandatario convertido nuevamente en presidente, decidió que lo que amenaza a Estados Unidos hoy no es una crisis climática, ni la desigualdad, ni el sistema de salud… sino los largometrajes rodados fuera de sus fronteras.
En una publicación en su red Truth Social, el domingo por la noche —como si fuera un tráiler de último minuto— Trump anunció un nuevo arancel del 100% para todas las películas producidas en el extranjero y que se exhiban en Estados Unidos. Dijo que es por “seguridad nacional”, porque los estudios estadounidenses están siendo “devastados”, y porque otros países “ofrecen incentivos para robarse” a los cineastas norteamericanos. Textual.
Y claro, como toda película mal escrita, esto levanta más preguntas que respuestas. ¿Quién definirá qué es una “película extranjera”? ¿Aquella que se filma en Toronto aunque el director sea neoyorquino? ¿Aquella donde el protagonista es Tom Cruise, pero la escena clave ocurre en el desierto de Marruecos?
El secretario de Comercio, Howard Lutnick —un hombre más acostumbrado a los mercados que a los estrenos— simplemente dijo: “Estamos en ello”. No aclaró cuándo, cómo ni bajo qué criterios se aplicarán estos nuevos impuestos. Porque, detalle no menor, nadie en la industria sabe cómo ponerle impuestos a algo tan complejo como una producción cinematográfica transnacional.
Pero Trump no necesita lógica, necesita titulares. Necesita enemigos. Enemigos que hablen otros idiomas, que filmen en otras ciudades, que sueñen en otras latitudes.
¿Un blockbuster de populismo proteccionista?
Con la excusa de revivir la industria nacional, Trump ha vuelto a su libreto favorito: la guerra comercial como espectáculo. Y esta vez, con Hollywood como escenario.
No es casual que en los meses previos haya nombrado a Mel Gibson, Sylvester Stallone y Jon Voight como “embajadores especiales del cine estadounidense”. Porque en esta versión recalentada del nacionalismo cultural, los héroes no luchan contra extraterrestres ni robots asesinos, sino contra directores europeos, cámaras canadienses y editores australianos.
¿Y por qué ahora? Porque la industria estadounidense atraviesa una crisis real: en 2022, generó 279.000 millones de dólares en ventas, pero la cifra sigue bajando. Las huelgas en Hollywood, el impacto del streaming y la pandemia han dejado cicatrices profundas. La producción cinematográfica en EE.UU. cayó un 26% en los últimos dos años, y lugares como Toronto, Londres o Praga se han convertido en los destinos favoritos para filmar. ¿La razón? Sencilla: incentivos fiscales.
Mientras en California el gobernador Gavin Newsom intenta elevar los créditos a 750 millones de dólares, otros países ya han convertido sus paisajes y sus políticas tributarias en sets de filmación gigantes. Y eso, para Trump, es una afrenta. Porque en su mundo, el arte también debe ser made in America.
Pero… ¿Hollywood quiere ser salvado?
Esa es la pregunta incómoda. Porque los estudios no parecen estar llorando por ayuda presidencial. Las cifras de exportación son claras: 22.600 millones de dólares en películas exportadas en 2023 y un superávit comercial de 15.300 millones. Hollywood aún domina el mundo del cine. Incluso en China, que ha limitado severamente el número de películas extranjeras, los blockbusters estadounidenses siguen generando interés —aunque cada vez menos taquilla.
La paradoja es brutal: Trump intenta proteger una industria que, lejos de desaparecer, simplemente se ha globalizado. Hoy una película puede escribirse en Los Ángeles, grabarse en Budapest, editarse en Seúl y estrenarse en simultáneo en Tokio, Bogotá y París. Ponerle aranceles a eso es como ponerle muros al viento.
¿Y el espectador?
Ah, claro, el público. El que consume series noruegas, dramas franceses y thrillers coreanos sin importarle la bandera de origen. ¿De verdad cree Trump que vamos a elegir una mala película gringa solo porque la extranjera cuesta el doble?
¿Va a ponerle impuestos a “Parásitos”? ¿A “Roma”? ¿A “El viaje de Chihiro”? ¿Nos va a cobrar extra por querer ver historias contadas desde otro lugar del mundo?
Trump dice que esta medida es para “hacer el cine estadounidense más fuerte que nunca”. Pero lo que está haciendo, en realidad, es encerrarlo. Volverlo provinciano. Reaccionario. Asfixiante. Una industria que no compite, sino que se protege. Que no seduce, sino que impone.
Y al final, como en toda película escrita sin matices, el villano está mal dibujado, la amenaza es exagerada, y el final se siente forzado.
Porque quizás el verdadero problema no es que se filmen películas fuera de Estados Unidos.
Quizás el verdadero problema es que el mundo ya no necesita a Estados Unidos para contar buenas historias.
¿Qué opinas tú? ¿Es este un acto de protección económica legítima… o el inicio de una censura disfrazada de patriotismo? Queremos leerte en los comentarios.
📰 Fuentes verificadas:
Amelia Rueda
Euronews
Imágen destacada: Getty Images
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