
La muerte de un papa siempre tiene un aire teatral. No porque el dolor no sea real —aunque tampoco vamos a pecar de ingenuos—, sino porque el Vaticano ha perfeccionado el arte de la coreografía sagrada durante siglos. Un último acto, meticulosamente ensayado, en el escenario más poderoso de la cristiandad. Y cuando cae el telón sobre un pontífice, no se escucha un aplauso, sino tres palabras en latín que huelen a incienso y poder: Sede vacante.
La silla de Pedro queda vacía. Pero no por mucho tiempo.
Mientras millones rezan, especulan o bostezan, el show arranca. El protagonista es un cadáver frío en una basílica majestuosa. El director de escena, un hombre con título medieval: El camarlengo. No usa megáfono, pero su primera línea es digna de Shakespeare: Verifica la muerte, sella habitaciones, custodia secretos. Kevin Farrell, cardenal de acento irlandés y pasaporte estadounidense, es quien lleva la batuta entre bastidores. Un maestro del ritual, no del drama. El guion ya está escrito.
En estos días inciertos, los católicos viven en una especie de limbo jurídico-espiritual. No hay Papa, pero sí hay jerarquía. No hay infalibilidad, pero sí órdenes. No hay voz divina, pero sí votos. Más de 1.300 millones de fieles repartidos por el mundo esperan que 135 hombres encerrados en una sala lleguen a un consenso. Sí, como en una convención de accionistas… solo que en latín, con sotanas rojas y bajo la amenaza de excomunión si alguien filtra un WhatsApp.
El lugar: La Capilla Sixtina, ese museo vivo que no permite selfies, pero sí elecciones eternas. Ahí, tras pronunciar extra omnes, se cierra la puerta. El mundo afuera deja de existir. Adentro, los cardenales eligen al sucesor de Cristo en la Tierra. Sin cámaras, sin asesores, sin algoritmos.
Y luego… se fuma.
No marihuana, no tabaco. Papel quemado y sustancias químicas. Blanco si hay papa. Negro si todo sigue en suspenso. Una señal medieval en la era del streaming. ¿No podrían mandar un mail? ¿Un tuit? No. La tradición manda. Porque en el Vaticano, lo simbólico es real, y lo real se mide en siglos.
Pero, ¿quién elige realmente? ¿El Espíritu Santo? ¿La diplomacia vaticana? ¿Las alianzas tras bambalinas? El cardenal que pregunta al elegido si acepta el cargo no tiene detector de santidad. Tiene una lista, un guion, un nombre. Habemus Papam, grita otro cardenal desde el balcón. La multitud ruge. Y el nuevo papa —ya no Jorge, ni Giuseppe, ni Jean-Marie— adopta un nombre simbólico. Francisco fue el último en rechazar los lujos, la tradición imperial, los escudos dorados. Prefirió vivir en la Domus Santa Marta, una especie de hotel papal con más austeridad que mística.
Ahora, en su muerte, también rompió el molde. Eligió descansar en Santa María la Mayor, no en las grutas vaticanas. Un gesto más de ese pontífice que quiso limpiar la Iglesia desde dentro… y dejó más preguntas que certezas.
Mientras tanto, un documento en latín —el rogito— lo acompaña en la tumba. No es una biografía, ni una confesión. Es el relato oficial de su vida papal. El que los archivos vaticanos guardarán por siglos, quizás sin que nadie lo lea jamás.
Y mientras el mundo debate si el próximo será africano, asiático o simplemente más joven que el promedio de los Museos Vaticanos, conviene hacerse otra pregunta:
¿Qué pasaría si los únicos que pueden elegir al representante de Dios en la Tierra fueran personas que ya no conocen el mundo que pisan?
Fuentes con más incienso que spoilers:
- Infobae. De “sede vacante” a “habemus papam”: Las palabras clave en la elección de un nuevo Papa.
- Universi Dominici Gregis, Constitución Apostólica sobre la elección del Sumo Pontífice.
- Vatican.va – Documentación oficial del Vaticano sobre el cónclave y protocolo papal.
¿Realmente seguimos eligiendo a los líderes espirituales como en la Edad Media… o solo seguimos eligiendo no cuestionarlo?
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