La ceniza no discute. Solo cae.
En la costa este de Japón, en la ciudad de Ofunato, las llamas han consumido más de 1,800 hectáreas de bosque, convirtiéndose en el incendio más grande que el país ha visto en más de 30 años. Un hombre murió. Más de 4,600 personas recibieron órdenes de evacuación. Más de 1,200 terminaron en refugios. Otras simplemente observaron cómo su mundo se reducía a cenizas.
El fuego empezó el miércoles. Se expandió el jueves. Creció aún más el sábado. Y mientras tanto, 1,700 bomberos de 14 prefecturas intentaban contenerlo, peleando contra el rugido incandescente con mangueras, helicópteros y esperanza. ¿Pero qué pasa cuando la esperanza no es suficiente?
No hay una respuesta clara sobre qué lo causó. Quizás un descuido, una chispa maldita en el momento equivocado. Pero hay otra pregunta más grande que nadie parece estar haciendo: ¿por qué seguimos tan sorprendidos cuando la naturaleza nos devuelve el golpe?
Febrero fue el más seco en más de dos décadas en Ofunato. Las condiciones eran perfectas para un desastre. Y aun así, cuando las llamas comenzaron su marcha implacable, actuamos como si fuese una anomalía, un capricho del destino, algo inesperado. No lo era. No lo es.
En un mundo que se calienta, los incendios ya no son eventos esporádicos, sino advertencias ignoradas. Ofunato arde, pero no está sola. Al oeste de Tokio, Yamanashi lucha contra otro incendio. En Nagano, el bosque también está en llamas. Y mientras tanto, seguimos escribiendo titulares con palabras como «sorpresa» y «tragedia», como si no estuviéramos viendo la misma historia repetirse una y otra vez en diferentes coordenadas.
El fuego no tiene idioma, pero sí mensaje. Y lo está gritando.
La pregunta es: ¿lo escuchamos esta vez?
Autor: X Mae
Fuente e imagen: NYT