En una pequeña taberna de Kioto, rodeada de luces tíbias y murmuraciones de primavera, una familia se reúne para celebrar. En el centro de la mesa, un tazón lleno de diminutos peces transparentes, vivos y en movimiento, captura la atención. La abuela, con manos seguras por los años de costumbre, toma un par de palillos y los lleva a sus labios. La expresión en su rostro no es de asco ni de duda, sino de disfrute. «Es la danza de la vida», murmura.
Este platillo se llama Shirouo no Odorigui, o «el baile de los peces blancos vivos». Es una tradición japonesa que se remonta a siglos atrás, un rito culinario para dar la bienvenida a la primavera. Pero tras la poética imagen de los peces «bailando» en la boca del comensal, surge una pregunta inquietante: ¿qué impulsa a alguien a comer algo que aún está vivo?
¿Qué es el Shirouo no Odorigui?
El protagonista de este peculiar platillo es el shirouo o «pez de hielo», una criatura diminuta y translúcida que habita en ríos de agua dulce en Japón. Su preparación es sencilla: los peces se sirven vivos en un tazón con vinagre, cuyo sabor ácido realza su delicado sabor mientras calma sus movimientos frenéticos.
Desde el punto de vista nutricional, el shirouo es bajo en grasas y rico en proteínas, vitaminas y omega-3. Sin embargo, su verdadero atractivo no radica en su contenido, sino en la experiencia única que brinda: una sensación de vida que se extingue en el instante en que el pez cruza los labios.
¿Por qué comemos cosas vivas?
La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Para algunos, es una cuestión de tradición. Comer shirouo es un ritual que conecta al comensal con el cambio de estaciones y con un sentido de la naturaleza que se siente visceral. Para otros, es el placer del «aqui y ahora», una búsqueda de emociones intensas y fugaces, como si devorar algo vivo fuera un recordatorio de la fragilidad de nuestra propia existencia.
Pero también está el lado más oscuro. Este acto puede parecer una demostración de dominio sobre otra forma de vida, una afirmación de poder que, para muchos, cruza la línea de lo ético. ¿Es realmente necesario someter a un ser vivo a esa experiencia por unos segundos de placer?
Entre lo cultural y lo universal
La práctica de comer cosas vivas no es exclusiva de Japón. En Corea del Sur, el sannakji consiste en comer trozos de pulpo aún retorciéndose. En China, los camarones «borrachos» se sirven nadando en licor. Estas tradiciones, aunque fascinantes, también generan controversia.
Quienes las defienden argumentan que son expresiones culturales que deberían respetarse. Pero los críticos cuestionan si el respeto a la cultura puede justificar el sufrimiento animal, un debate que también se aplica a prácticas como las corridas de toros o el foie gras.
¿Danza de la vida o espectáculo de crueldad?
Volvamos a la taberna de Kioto. La abuela sonríe al ver a su nieta intentando atrapar un shirouo con los palillos. Para ella, es una escena entrañable, un momento compartido. Pero, ¿qué pensaría si supiera que en otras partes del mundo, este acto se ve como una forma de crueldad?
El Shiro no Odorigui es una tradición que invita a reflexionar sobre nuestros límites morales. ¿Qué estamos dispuestos a hacer en nombre de la cultura, del placer o de la experiencia? Y lo más importante: ¿qué dice esto de nosotros como especie?
Mientras los peces «bailan» en el vinagre, también baila nuestra conciencia, atrapada entre el deleite y la culpa. Quizás sea hora de detenernos a pensar si ese fugaz instante de placer realmente vale el precio que otros deben pagar.
Ahora cuéntenos en los comentarios si haz comido algo aun con vida o si te parece al de lo que prefieres pasar.
Autor: X Mae
Fuente: IndiaTimes